El fantasma de la ópera, drama en cuatro actos - FANTASMAS DE BARCELONA


          Acto I: En el nombre de Dios. Preludio. Andante Moderato.

 
El dia de Sant Jaume de l’any trenta-cinc
hi va haver gran festa dintre del «Torín»;
van sortir set toros, tots van ser dolents;
això fou la causa de cremar els convents.1
(Popular catalana)

Nos encontramos en el período de la Primera Guerra Carlista. Barcelona vive en un permanente estado de bullangas. En la plaza de toros del Torín, situada aproximadamente donde se encuentra la actual Estació de França, acaba de estallar una revuelta popular. Una cuadrilla de agitadores salta a la arena, mata a cuchilladas a la última res y sale en manifestación hacia La Rambla, al son de gritos revolucionarios y anticlericales.
          –¡Mueran los frailes!. ¡Quemad los conventos!.
          Cuando cae la noche, Barcelona se quema por los cuatro costados. Se quema el convento de Sant Josep, el de Santa Caterina, el de Sant Sever, el de los Capuchinos, el de los Trinitarios...
          Ahora el convento de los Trinitarios Descalzos de la Bona Nova ya no existe. En 1844, a iniciativa de la burguesía de la ciudad, sobre sus ruinas se inició la construcción de un teatro que aspiraba a ser el más fastuoso de Europa; y el 4 de abril de 1847 el nuevo Gran Teatre del Liceu d'Isabel II levantó por primera vez el telón, cosechando un éxito espectacular.
          Pero esta noche no es música de ópera, lo que resuena en la inmensa sala, sino música de orquestina. Y no son contundentes divas ni gráciles tenores, los que se mueven disfrazados bajo la brillante iluminación. Es la gente de la calle. Nos encontramos en el carnaval del año 1852 y el teatro acoge, como ya es tradicional, el baile de máscaras más famoso de la ciudad. De repente, de entre los aterciopelados pliegues del telón aparece un hombre disfrazado de fraile... Su vestimenta es admirable, tan real que merecería el aplauso del público, si no fuese porque algo en la actitud del enmascarado provoca una extraña desazón. La música cesa. La figura del escenario parece imponerse por encima de sonidos y colores.
          –¡Arrepentíos! –grita de repente el fraile, del que la capucha no deja ver los rasgos de la cara– ¡Blasfemos que profanáis esta tierra sagrada!
          Y de entre los pliegues del hábito ha sacado un crucifijo que ahora blande hacia el público sorprendido.
          –¡Renunciad a las manifestaciones de escándalo y lujuria! ¡Estáis bailando sobre los cadáveres de hombres de Dios! ¡La ira del cielo caerá sobre vosotros, y este antro de perdición será arrasado por el fuego del infierno!
          Antes de que los vigilantes consigan llegar hasta el pie del escenario, a empujones entre la gente atónita, el fraile se escabulle por entre los cortinajes.


          Acto II: Diluvio del fuego, diluvio del agua. Aria. Crescendo.

Sóc un Mussol
i vaig tot sol
si el torneu a aixecar
jo el tornaré a cremar.2

En Barcelona todo el mundo comenta las rimas que se han encontrado escritas en una pared, al desescombrar los restos calcinados del Teatre del Liceu. Se habla ya del Fantasma de la Ópera, y alguien recuerda la presencia siniestra de aquel fraile enmascarado.
          Ahora el orgulloso teatro lírico de La Rambla no es más que un montón de ruinas todavía humeantes. Todo el mundo recuerda la azarosa tarde del 9 de abril de aquel año 1861, en que las llamas, con su bermejo y siniestro resplandor iluminaron toda la ciudad.
          El fuego había comenzado momentos antes del inicio de la función, cuando ya los actores se encontraban entre bastidores, preparados para interpretar la comedia Fortuna contra fortuna, de Tomàs Rodríguez i Rubí, y los espectadores ocupaban sus localidades. Tres horas fueron suficientes para hacer desaparecer prácticamente el teatro. Los espectadores, los empleados y los vecinos intentaron atajar inútilmente las llamas, pero los aparatos para sofocar incendios se mantuvieron inactivos: los grifos de los grandes depósitos de agua estaban oxidados y las mangueras resecas. Entretanto, en las calles adyacentes se desarrollaban escenas de pánico: las fuerzas del orden desalojaban las casas contiguas al inmueble y la gente huía llevándose como podía sus cachivaches. Y iluminando toda la escena el fuego, espectacular, imponente, propagándose desde el guardarropía, donde se había iniciado, hasta el escenario y la platea, abrasando las lonjas, perforando el techo, derruyéndolo y volcando sobre el paseo borbotones de llamas, como un volcán que escupiese lava; como un diluvio de fuego sobre la ciudad...
          El incendio ha causado un gran impacto entre los barceloneses. Un viejo liceísta no se cansa de repetir que si se reconstruye se volverá a incendiar porque está levantado sobre un lugar maldito. La gente declara que no volverá a poner los pies en él.
          Y en boca de todo el mundo, las rimas del Fantasma de la Ópera, del Mussol.       

             Tan sólo han pasado seis meses desde la escena anterior.
          Hace seis meses que el esqueleto descarnado del que fue el Teatre del Liceu vuelca su desoladora sombra sobre La Rambla. Las paredes de carga se mantuvieron intactas, a pesar de la fuerza abrasadora de las llamas; y también se salvaron la sala, el casino, el café y la insignificante fachada. Ahora, todo esto está rodeado por vallas, andamios y maquinaria de construcción. Hace días que los operarios trabajan en la reedificación del teatro. Las obras se han valorado en unos tres millones y medio de reales, y se han encargado al famoso arquitecto Josep Oriol Mestres. Antes de un año se quiere alzar de nuevo el telón. Para evitar nuevos sobresaltos, se dispondrán en la azotea enormes depósitos de agua que permitan distribuirla con la máxima celeridad, caso que sea necesario, y se procurará evitar en lo posible los materiales inflamables.
          La gente ha ido olvidando poco a poco los terribles acontecimientos de hace medio año, y todo el mundo empieza a hablar ilusionado del nuevo teatro de la ópera. Pero hoy los albañiles no trabajan, a pesar de ser jornada laboral. No trabajan porque llueve a cántaros, y el agua parece especialmente obstinada en inundar las estructuras de la obra.
          A media tarde, la lluvia se convierte en tempestad desatada.
          S’inunda el Liceu! –chilla la gente por toda la ciudad.
          Hace poco el Ayuntamiento decidió derribar las antiguas murallas medievales. Ahora las torres de Canaletes, que desviaban las aguas pluviales por una zanja, ya no existen, La Rambla ha quedado inerme y nada puede impedir que se convierta de nuevo en el torrente que un día fue.
          –¡Se inunda el Liceu!
          Durante semanas, las obras quedarán paralizadas. Ya no existe la certeza de que el nuevo coliseo sea inaugurado antes de un año. La gente empieza a hablar de un castigo divino por haber convertido en teatro la tierra sagrada de los Trinitarios. Y pronto corre la voz de que una imagen enterrada en el cementerio de los frailes, allí donde después estuvo el patio de butacas, ha maldecido el lugar.
          Y, por descontado,  todo el mundo recuerda la profecía del Fantasma de la Ópera, del Mussol.


          Acto III. El Vergel. Marcha. Allegro Vivace.

A pesar de los malos augurios, el Liceu se ha reconstruido. Hoy es, sin lugar a duda, el primer teatro lírico de España e incluso de Europa; una insignia cultural y simbólica, orgullo de la ciudad.
          En los primeros tiempos, la gente fue algo reticente a asistir a las representaciones por miedo a que una nueva desgracia se abatiese sobre él. Pero los años han ido discurriendo, como un bálsamo, sobre los temores de los barceloneses y el Liceu ha renacido como un ave Fénix de sus cenizas. Algunos propietarios han decorado las lonjas según su gusto particular, convirtiéndolas en verdaderos depósitos de arte. Todo tiene un aspecto fastuoso. Ya no se celebran en él fiestas ni bailes populares. La gente de la calle ya no tiene acceso y sólo lo más chic de la ciudad va a lucir sus sedosos vestidos, sus elegantes fracs, sus cuentas bancarias...
          Esta noche, 7 de noviembre de 1893, se inicia la temporada. Fuera está lloviendo. Dentro, acaba de comenzar el segundo acto de la ópera Guillermo Tell, de Rossini. Dirige la orquesta el maestro Leopoldo Mugnone. No queda ni una sola localidad vacía.

«En aquel instante preciso caía un objeto oscuro, por el aire, desde arriba...
A una señora del quinto se le había caído el bolso.
Pero no había hecho el menor ruido.
[...] ¡Un bolso no cae así!
Al mismo tiempo un grito, de mujer, maduro, bronco, tremendo, sacudió a la sala toda.
[...] Una bomba, Dios mío, ha sido una bomba...»3

          Dos bombas, en realidad.
          Dos bombas Orsini contra los espectadores del Liceu de Barcelona.
          La primera, que ha ido a parar contra el respaldo de la butaca número 24 de la fila 13, ha estallado con una terrible detonación, causando un daño espantoso entre el público. La segunda ha caído suavemente sobre la falda de una espectadora de la fila 25, muerta por el primer impacto, y desde allí ha resbalado lentamente, terroríficamente, hasta el suelo, donde se ha detenido sin explotar.
          Ahora toda la sala es un aullido inmenso, aterrorizado. La onda expansiva de la explosión ha apagado una de las grandes lámparas de gas que cuelgan del techo, y que todavía se acostumbra a mantener encendidas durante las representaciones. La otra araña, que se columpia de un lado a otro, barre con su luz la apocalíptica escena: muertos, moribundos, mutilados, heridos. El público, histérico, desaloja los asientos a empellones. Pronto, el Cercle del Liceu se convierte en un improvisado dispensario donde unos pocos médicos que se hallaban entre el público atienden como pueden a los heridos. En la vecina Sala de Descanso, el llamado Vergel, se deposita a los muertos y moribundos. Los heridos graves son trasladados rápidamente a la casa de socorro de la calle Marquès de Barberà; algunos de ellos ingresarán cadáver.
          A las puertas del teatro se ha congregado una multitud expectante, conmovida, atónita. Alguien comenta ya la vieja profecía, la maldición del Liceu...

          Ahora sí que han pasado muchos años, desde la última desgracia del Liceu. Ahora nos encontramos a mediados del siglo XX, concretamente a 8 de abril de 1945, y ya nadie habla de maldiciones ni de fantasmas. La bomba que el anarquista Santiago Salvador arrojó contra la burguesía catalana, en plena efervescencia revolucionaria, ha pasado a formar parte de la historia de la ciudad: una veintena de muertos y medio centenar de heridos; la temporada de ópera se suspendió; Barcelona vivió meses de pánico y depresión; los teatros y los comercios de lujo estaban vacíos, igual que las butacas de la fila 13 cuando al año siguiente se reemprendieron las representaciones líricas. El autor del atentado fue detenido, procesado y ejecutado a garrote vil el 20 de noviembre de 1894. Historia de la ciudad, memoria de la ciudad encerrada entre las paredes de esa trágica platea, de ese trágico escenario, de esa trágica Sala de Descanso donde encontraron el descanso definitivo muchos desdichados espectadores.
          Hoy la Sala de Descanso, que ya no ha vuelto a recibir el nombre de Vergel, está vacía y en silencio. Las magníficas lámparas de lágrimas que cuelgan del techo están apagadas y las sombras juguetean con los artesonados y las arcadas ciegas que rodean el majestuoso espacio. Sombras que proyectan sombras en los medallones de grandes compositores que observaron en su día tantas agonías desde su privilegiado emplazamiento.
          Pero también es ahora, por la mañana temprano, cuando no hay nadie en la sala, que se escucha de improviso un extraño crujido. Un extraño crujido que pronto se convierte en pavoroso crujido. Y es ahora que el techo se desploma, llevándose por delante lámparas, pinturas y escayolas, y se estrella contra el suelo.
          No hay víctimas en esta ocasión en la Sala de Descanso.
          Ni nadie piensa en el Fantasma de la Ópera.


          Acto IV: Sóc un Mussol... Finale. Andante Fortíssimo

Son tantas las restauraciones, las reparaciones y los pegotes que se han puesto al viejo Liceu que ya nadie se extraña cuando algún técnico recomienda una más. Hoy mismo, 31 de enero de 1994, a las 10 y media de la mañana, en el escenario no se desarrolla ningún cuadro de ninguna ópera famosa, pero hay la semilla de un drama a punto de estallar. El protagonista es un operario de una empresa de mantenimiento. Las modernas agencias de seguros ya hace tiempo que consideraron que eran insuficientes las medidas tomadas por nuestros tatarabuelos, con sus depósitos en la azotea y sus materiales presuntamente incombustibles; por eso se hizo instalar un telón cortafuegos. Hoy, después de muchos años de servicio, el operario lo está reparando con un soplete. A cada lado, flanqueándolo, dos operarios más, armados con extintores, vigilan atentos las chispas que saltan de la siniestra boca del aparato. Todo está controlado. No más incendios, no más desgracias, no más fantasmas.
          ¿Por qué, pues, aquella diminuta chispa que acaba de desviarse de su camino ha prendido con tanta fuerza en el telón? ¿Por qué empieza a caer fuego del techo y los extintores no son capaces de apagarlo? ¿Por qué arde el decorado? ¿Por qué el fuego se extiende por la platea? ¿Por qué estallan las puertas?
          El incendio está fuera de control.
          La luz cruda del mediodía se oscurece con las densas columnas de humo que se alzan por encima del tejado del edificio, momentos antes de que las llamas se hagan visibles. Las vigas de hierro se funden, el patio de butacas se abrasa, el techo se desploma. El teatro es un infierno, una chimenea humeante, una pira cada vez más y más alta.
          En La Rambla, una multitud horrorizada y expectante, con los ojos llenos de lágrimas y de humo, contempla impotente y atónita la última y apocalíptica función, con ribetes wagnerianos, del Gran Teatre del Liceu. Llegan los bomberos; llegan tarde; después habrá un baile de cifras sobre la hora en que se recibió el aviso de incendio. Setenta hombres, treinta bombas, cuatro escaleras, una ambulancia, seis vehículos de asistencia técnica y diversos helicópteros no dan abasto para controlar el fuego. Dos horas son suficientes para convertir el edificio, una vez más, en un montón de ruinas calcinadas, en un siniestro total.
          El cielo grisáceo del invierno es el único techo de un patio de butacas abrasado. Las lonjas parecen nichos, agujeros negros y uniformes, como ojos ciegos acechando sobre el vacío. La platea es un montón de yeso carbonizado y de vigas fundidas. La fachada, como siempre milagrosamente intacta, separa el paseo de la nada, de aquel vestíbulo que ya no lleva a ninguna parte. Todavía tenues columnitas de humo se alzan aquí y allá, como dedos levantándose en un último ruego hacia el cielo... El Liceu es, una vez más, un montón de ruinas calcinadas.
          ...Y entre esos cascotes alguien encontrará un papelito, algo chamuscado en las puntas donde se lee:

Sóc un Mussol
i vaig tot sol
si el torneu a aixecar
jo el tornaré a cremar.



1 «El día de San Jaime del año treinta y cinco / hubo gran fiesta dentro del Torín; / salieron siete toros todos fueron malos; / esa fue la causa de quemar conventos.»
2 «Soy un búho / y voy solo / si volvéis a levantarlo / yo volveré a quemarlo.»
3 Ignacio Agustí: La saga de los Rius.