Capítulo 1. De como se hacen mazapanes amargos - MAZAPANES AMARGOS


Tomaréis una libra de azúcar y un tercio de ella de agua y unas gotas de naranjas, y lo pondréis a fuego vivo en un caldero hasta quedar como miel; y bajarlo y dejarlo enfriar.
Tomaréis luego otra libra de almendras dulces peladas y como las fuereis majando id untando la mano del mortero en agua de naranjo.
Y después echad el almíbar templado, y sea muy molido.
Y haced buena pasta amasada, añadiéndole cáscaras de naranja y de melón en confite, muy majadas, y una almendra amarga, que tiene buen perfume. Y luego cortáis mazapanes en forma de panecillos y los tendéis sobre la placa de horno untada de mantequilla y polvoreada de harina.
Y con una pluma de gallina untarlos habéis de agua de naranjo y cocerlos en horno templado.

Jamás podré olvidar, ni vivo ni muerto, las trágicas circunstancias que rodearon la obtención de esta receta, la de los mazapanes de Ais de Provença, que los occitanos conocen con el nombre de calissons.
Parecía como si la amargura propia de estas golosinas nos hubiera contagiado a todos los que nos hallábamos en Perpinyà. Y es que en aquellos días, la ciudad era el centro de las miradas de toda Europa, pues en ella se ventilaba el drama religioso más amargo desde el año 1000: tres papas, ¡tres!, se disputaban a bofetadas el trono del Vaticano.
Benedicto XIII, el papa Luna, creyendo que aún tenía a nuestro rey de su parte, le envió, cuando se hallaba enfermo, una bandejita de calissons. Fernando se aficionó a ellos, y no se cansaba de repetir que eran su medicina particular.
—Seguramente es por el aiguanaf que traen —decía irónico.
Lo decía porque este licor, que se elabora con flores de naranjo y vino rancio, aparte de ser uno de los aromatizantes más populares, tiene, según las hechiceras, virtudes tonificantes y antiespasmódicas, y como Fernando sufría precisamente de espasmos dolorosos en el riñón...
En Igualada, poco antes de morir, no quería tomar más que calissons.
Ése fue el motivo por el que sospeché, enseguida, que era en ellos donde habían metido el veneno. Pero cuando Alonso de Chirino y yo quisimos analizarlos, ya no quedaba ni uno en el confitero del rey, y éste yacía agonizante en su lecho de muerte.
Sospechar de los calissons fue algo que llevamos con gran secreto De Chirino y yo, pues me colocaba a mí mismo en una difícil posición, ya que había sido un servidor quien había obtenido la receta de manos de un extraño personaje, Nostradamus, de quien hablaré en su momento. Y aunque todos los ingredientes son inofensivos —excepto tal vez las almendras amargas—, las sospechas podían recaer sobre mí, que me encontraba muy cercano a la confianza del monarca.
Estuviese o no el veneno en los calissons, si yo no fui el asesino —y juro que no lo fui— ¿quién, entonces? ¿Quién hizo pasar a mejor vida a don Fernando I de Trastámara, conde de Barcelona, rey de Aragón, València y Mallorca, señor de Cerdeña, Sicilia, Nápoles y Córcega, conocido con el sobrenombre de «el de Antequera»? Durante los dieciocho años que le sobreviví, ni un solo día dejé de preguntármelo, en mi fuero interno, claro está, pues nadie más que yo, De Chirino y, por supuesto, el asesino, sabíamos la causa real de la real defunción. Y hasta poco después de abandonar yo mismo el mundo de los vivos, no descubrí lo sucedido.
Fueron dieciocho años de sospechar de unos y otros, de cada persona y personaje que en aquellos terribles días, entre el invierno y la primavera de 1416, estuvieron cerca del rey, o lejos, pero cargados de motivos —de «móviles», como diría un buen inquisidor— para enviarlo al otro barrio.
Los calissons tuvieron siempre muchos puntos en mi lista de posibles «armas homicidas» porque Fernando empezó a encontrarse realmente mal —y digo realmente, porque en sus últimos años andaba a todas horas de achaque en achaque— en Perpinyà, tras probar por primera vez los dichosos mazapanes. Y también porque fue la última cosa que comió.
A mediados de marzo, de camino hacia el reino de Castilla, toda la corte se vio en la necesidad de detenerse en Igualada, apenas a once leguas de Barcelona, porque Fernando se sentía muy indispuesto.
Aguantó una semana, roto de dolor, sin conseguir orinar y echando la papilla. Y una semana más agonizando, hasta que el segundo día de abril, cerca del mediodía, dio su postrer suspiro y pasó de ser real persona a difunto real, que la parca en estos lances no distingue entre el ricohombre y el villano.
En aquellos últimos días todos los «síntomas» —como los llamaba el estimado Alonso de Chirino, que no en vano fue el más principal médico del rey de Castilla— apuntaban a un envenenamiento: aparte de los vómitos, Fernando se quejaba de dolores de cabeza y debilidad general, y expelía en sus escasos orines sustancias de raro color.
Los demás físicos, que rodeaban el lecho del monarca como buitres carroñeros, se empeñaron en atribuirlos a su enfermedad crónica de riñón, por lo cual don Alonso decidió hacer mutis por el foro y no acrecentar la tirria que sus colegas sentían hacia él desde antiguo.
—Y si quieres un consejo, mi querido Enrique —fueron sus palabras, días después, ante el sepulcro provisional en que metimos al difunto en el monasterio de Poblet—, no levantes la liebre... Los muertos, muertos y enterrados.
—¡Estamos hablando de mi rey! —no pude por menos que exclamar, algo horrorizado.
Los familiares, consellers, obispos, abades y prohombres de todos los reinos, que asistían al sepelio en respetuoso silencio, volvieron sus cabezas hacia nosotros.
De Chirino me llevó a un aparte y susurró: 
—Precisamente porque hablamos de tu rey, amigo mío. ¿Te has preguntado quién puede andar tras este... regicidio? ¿Te has dado cuenta, por ventura, de cuántos de sus súbditos más cercanos podrían tener un buen motivo para...? —Aquí hizo el médico un gesto rápido con el dedo por debajo del cuello—. No olvides cuál ha sido su trayectoria... Tal vez estuviera sentenciado desde el mismo momento en que nació.
Desde el momento en que nació...
Tenía razón, como siempre, mi amigo Alonso de Chirino.
Ese momento en el que nació Fernando, segundo hijo del rey Juan I de Castilla y de la infanta Elionor de Aragón, tuvo lugar el último día de noviembre del año de gracia de 1380, cuatro años antes que yo, en la villa de Medina del Campo. Hacía poco tiempo que su padre había sucedido en el trono a aquel trágico Enrique II de Trastámara, el Fratricida; el hombrecillo que arrebató a puñaladas la vida y la corona de su hermanastro Pedro I.
Tal vez la oscura historia de su familia influyó en el joven príncipe que yo conocí en el rompiente del nuevo siglo: un hombre adusto, de aspecto grave y pose reflexiva que todos atribuían a una intensa vida interior, pero yo, que me codeé con él, creía deberse a su carácter tristón. Con el tiempo esa amargura degeneró en un malhumor crónico que mantenía en vilo a cuantos le rodeábamos.
Era, sin embargo, un hombre de talento notable, perseverante e intuitivo como una comadreja, y cultivaba, hasta que la enfermedad comenzó a postrarlo, una buena forma física, a pesar de su aspecto paliducho y suave.
Se había ganado fama de recto y honesto, constantemente rodeado de hijos —que no eran pocos: cinco varones y dos hembras—, nobles, mercaderes y poetas; la cara opuesta de su hermano Enrique, el rey de Castilla, apodado el Doliente. En los últimos años en que éste languidecía en su trono, Fernando llegó a convertirse en la esperanza del reino. Desde hacía mucho tiempo había tomado las riendas del gobierno, y la anunciada muerte de su hermano le sorprendió justamente dirigiendo las Cortes en Toledo, buscando financiación para su guerra contra los moros de Granada.
Un solo gesto y se habría convertido en rey de Castilla.
Algunos nobles —raza a menudo intrigante y levantisca— se lo propusieron, pero —y en eso sí demostró entereza— él se negó, protegiendo el derecho legítimo de su sobrino Juan, de apenas un año.
Tal vez Fernando pensara que era mejor esperar una ocasión más propicia, sobre todo si se tiene en cuenta que en los meses siguientes se comportó como el auténtico soberano de Castilla, imponiendo a todo el mundo su voluntad de regente, alto cargo con el que los nobles trataron de engatusarle.
Durante los cinco meses que duraron las batallas de reconquista de Antequera, dio muestras de un recio carácter, una gran capacidad de mando y una valentía que despertó admiración no sólo en la península sino en toda la Europa cristiana.

Dando voces vino un moro,
sangrienta toda la cara:
—¡Con tu licencia, buen rey,
direte una nueva mala:
el infante don Fernando
tiene a Antequera ganada;
muchos moros deja muertos,
yo soy quien mejor librara,
y siete lanzadas traigo,
la menor me llega al alma...

Estas aclamadas virtudes supo aprovecharlas sobradamente cuando las circunstancias le presentaron en bandeja el trono de Aragón, que acababa de dejar sin sucesión su tío materno el rey Martí.
El joven infante Juan de Castilla fue, en realidad, muy afortunado, pues sin lugar a dudas su tío encontró mucho más apetecible aquel reino recién desamparado, posiblemente el más próspero de Europa, de rica economía y floreciente cultura, con hermosas ciudades y suntuosas cortes, que las áridas estepas y los rancios pueblos castellanos.
Nunca se sabrá qué argumentos utilizó Fernando para convencer a los legalistas de su sobrino de que le transfiriesen el derecho dinástico de los reinos catalano-aragoneses, puesto que esa herencia recaía también en el pequeño Juan. No es difícil imaginarlos: un poco de presión aquí, alguna amenaza allá, un pequeño unto, otra pequeña extorsión..., y el vencedor de Antequera pudo presentar su candidatura a la codiciada corona de Aragón.
Y con esto retomo el hilo de lo que andaba contando: durante los meses en que ésta estuvo en juego entre los cuatro legítimos aspirantes, y durante los pocos años que ciñó su orgullosa cabeza, Fernando se creó tantos y tan recios enemigos que mi lista de sospechosos podría haber sido inacabable de no haberme limitado a la media docena de opciones más probables.
Y no es que fuese el típico rey cruel que fueron su tío abuelo, su abuelo e incluso su propio hermano; pero era egoísta, vengativo, altanero y le gustaba en exceso el poder. Los años de regente de Castilla le habían convertido en un buen diplomático, aunque era más amigo de tejemanejes que de resoluciones claras y honestas. Siendo un hombre bastante justo, era de pocos escrúpulos y en ocasiones su tendencia a la ira podía más que su cautela y se comportaba como un verdadero energúmeno. Tenía a sus súbditos en un puño y solía castigar a los enemigos con gran dureza. A menudo cuando se mostraba clemente con ellos era porque sabía que podía sacar algún beneficio, de la misma manera que conocía las fórmulas precisas para ganarse las mejores adhesiones.
Con todos estos ingredientes, tan agridulces como algunos de sus platos preferidos, la receta que puede cocinarse es obvia: enemigos por todas partes. Políticos, religiosos, familiares... Enemigos entre los candidatos derrotados en la lucha por la corona, en aquel famoso compromiso de Caspe; enemigos entre los estamentos religiosos por aquel no menos famoso cisma de Occidente; enemigos entre sus súbditos, por anécdotas como la de no querer pagar los impuestos sobre los alimentos —¡cuántos sinsabores le trajo su afición al buen comer!—; y enemigos, como suele ser inevitable entre todo hijodalgo o hijo de nada, por cuestiones amorosas, no por eso menos importantes en la vida de un hombre.
Echada la cuenta, aquella media docena de candidatos a regicidas se concretaba en los siguientes nombres: 

1. El infante Frederic de Sicilia, nieto bastardo del difunto rey Martí, que ambicionó la corona catalano-aragonesa y, siendo pobre y sin apenas aliados, tuvo que renunciar a ella.
2. Margarita de Montferrato, madre del conde Jaume d’Urgell, otro de los aspirantes, que vencido y encarcelado por Fernando tras ardua batalla dejó en manos de la ambiciosa dama sus reivindicaciones.
3. El papa Luna, Benedicto XIII, a quien el rey, a pesar de deberle en parte el trono, abandonó en dramáticas circunstancias, retirándole la obediencia.
4. Joan Fiveller, conseller segon del Consell de Cent de Barcelona, que aglutinaba en su persona la indisimulada antipatía de todos los políticos catalanes hacia el nuevo monarca.
5. Mi esposa, María de Albornoz, que sentía hacia el soberano un odio infinito por su intromisión en sus jaleos amorosos.
6. Y, finalmente —no podía faltar en la lista—, su propia esposa, Leonor de Alburquerque, que le despreciaba por sus asuntos de faldas y que, además, estaba locamente enamorada de mí.

De todos ellos, la única que sigue dando guerra en el mundo de los vivos es mi incombustible esposa María; los demás sospechosos murieron antes que yo, o pocos años más tarde. Y tengo por cierto que quien más, quien menos se quema en el infierno o pasea sus culpas por el purgatorio, puede que en compañía del propio Fernando de Aragón.
Yo tuve más suerte que todos ellos, pues aunque a mi muerte fui reclamado por Minos a las calderas de Pedro Botero, mi pacto en vida con Satanás, del que sin duda habréis oído hablar, me libró de las penas del fuego eterno.
También como a mi ilustre primo el rey de Aragón, fue la afición al buen yantar lo que me empujó a la tumba. Tenía por entonces cincuenta años cumplidos, y desde hacía más de dos me atormentaba la gota, o podagra, enfermedad que me impedía cabalgar e incluso escribir, que era otra de mis pasiones. Tenía dificultades para respirar y me estaba negado probar los deliciosos manjares con que mi sobrino, el rey de Castilla, obsequió por aquellos días a los embajadores del rey de Francia. Fiestas y festejos a los que yo había contribuido con mis artes y ciencias y a los que asistí en estado casi agonizante.
Tras algunos días de fuertes calenturas y sufrimientos, que ni mi amigo De Chirino, también difunto por aquella época, habría podido disipar, estiré la pata, aquella en la que la podagra me había puesto el dedo gordo como una manzana al caramelo. Fue por san Valeriano, el año de gracia de 1434. Ese día azotó la meseta una espantosa tormenta de lluvia y nieve que hizo desbordar el Manzanares, cosa por otra parte nada extraordinaria si se tienen en cuenta los rudos diciembres de la región. Pero las catástrofes, que se sucedieron durante semanas, y las no tan habituales heladas, acabaron por convencer a los castellanos de que la leyenda que corría sobre mi persona no era tal, sino una firme realidad.
Y aun es de sorprender que los buenos monjes del monasterio de San Francisco, en el cual me encontraba aposentado cuando tuvo lugar el traspaso, se avinieran a darme en su cementerio cristiana sepultura, teniendo en cuenta cómo andaban las cosas por el cielo y por la tierra.
—¡Es el marqués de Villena! —susurraban al amor del fuego las comadres, los prohombres y los villanos, los necios y los cultos, los creyentes e incluso los escépticos—. ¡Es don Enrique, que defiende su pacto ante Satanás!