—¿Han tocado algo?
No habían tocado nada. Sí:
habían abierto las puertas del armario porque a veces las niñas jugaban a
esconderse en su interior.
—¿Y de la cama?
Nada. ¿Qué había que tocar?
¡Cómo si fuera posible hallar a la niña oculta bajo la almohada!
El inspector Manzaneda suspiró por debajo del bien recortado bigote, mientras echaba un vistazo, uno más, a la fotografía que tenía en las manos.
Marguerite Viladalba i Laforest. Magui.
Cuidadosamente, casi como si temiera dejar la impronta de sus suelas en el pavimento de espejo, se acercó a la ventana cerrada y la entreabrió.
Abajo, el jardín delantero de la casa, césped, parterres de flores de colores vivos, matorrales y árboles de hojas frescas y nuevas mandaban un mensaje de opulencia un tanto vanidoso. De rama a rama de árbol todavía colgaban cordeles con banderines y farolillos de colores. Un hombre de piel cetrina y aspecto áspero, encaramado a una larga escalera, los iba descolgando. Los despojos de la verbena de San Juan caían sobre el césped, vencidos por la caducidad. Apoyados en la pared del garaje, esperaban caballetes y largos tableros de madera y sillas de jardín resignados a volver a sus escondrijos. El inspector se apartó de la ventana: por allí no había sido. Imposible. Toda la gente que asistía a la fiesta lo habría visto, si alguien se hubiera descolgado hasta el jardín con una niña en brazos.
Después de observarla con atención, se acercó a la otra ventana, la que ya estaba abierta, con las persianas mallorquinas de par en par y las cortinas corridas hacia el centro aleteando con suavidad.
Se asomó. Desde allí no se veía el jardín delantero, la ventana miraba hacia un lateral de la casa, sobre un parterre que estallaba con el rosa intenso de las hortensias. Por allí habría sido más fácil huir, porque en mitad del parterre se elevaba una pequeña caja de obra, disfrazando una cisterna de aguas pluviales, que reducía aproximadamente un metro la distancia de suelo a ventana. Aun así, parecía difícil superar la altura sin una escalera; saltar quizás sí, pero encaramarse... A menos que quién fuera que se hubiera llevado a la niña hubiera entrado por otro lado y se hubiera marchado por allí. La madre de Magui, Louise Laforest, había insistido mucho en que la ventana debería haber estado cerrada.
—Fue lo primero que vi, después de descubrir la desaparición: la fenêtre abierta.
—Tal vez durante la noche la niña sintió calor y la abrió —propuso el inspector.
Tendría que buscar huellas digitales en ella, aunque no albergaba demasiadas esperanzas.
Examinó las persianas; no se podían abrir desde fuera, sólo desde el interior: un pestillo las trababa. Parecía muy improbable que alguien hubiera entrado por allí. Además, habría tenido que hacer lo que él mismo estaba haciendo ahora: sortear la gran cuna donde dormía la otra niña, Elsa, de cuatro años. Lo que tenía de singular la situación era: ¿por qué la cuna de la hermanita de Magui estaba adosada a una ventana, de manera tan poco práctica, si en la habitación había espacio de sobra para tres camas de matrimonio?
Hilario Manzaneda retrocedió hasta la entrada de la estancia y salió al pasillo. Un largo pasillo con puertas cerradas, la una junto a la otra. Mientras lo recorría, las fue abriendo de una en una. Dormitorios. Muy lujosos. Y un baño inmenso con una inmensa bañera de esmalte que reposaba sobre unas curiosas patas de león. Un verdadero lujo. Manzaneda se quedó admirándola un buen rato mientras evocaba los cubos y los barreños de agua hirviendo que trajinaban en casa, una vez por semana, para ponerse en remojo toda la familia. Cerró la puerta con una cierta reverencia antes de proseguir su ronda. Más dormitorios, infantiles, de matrimonio, de invitados. De repente, el pasillo se abría en el amplio rellano de donde brotaba la escalinata de mármol, grandiosa, con barandillas modernistas historiadas con relieves, que descendía majestuosa hasta el vestíbulo. Escalonados, custodiando los peldaños, enormes retratos al óleo de los familiares. Destacaba un Lorenzale, el gran retratista de la burguesía, un Fèlix Mestres e incluso un típico Casas de una dama con cintura de avispa y un vestido que se arrastraba dos palmos por el suelo. Manzaneda, que no entendía ni pizca de arte, se quedó un rato columpiándose sobre sus largas piernas en el escalón superior, observando el ancho vestíbulo y la puerta principal, ahora cerrada. Ahora. La noche de la verbena permanecía abierta para que los invitados pudieran entrar y salir, ir al baño, o recuperar sombreros y bastones al despedirse. Y el ama de llaves siempre en guardia, indicando dónde estaban los servicios, inquiriendo si necesitaban algo, ayudando a poner chaquetas... Por allí imposible también que hubiera pasado un desconocido con una niña en brazos. Además, la puerta principal se abría directamente al jardín donde se estaba celebrando la fiesta.
Los ojos y las reflexiones del inspector continuaron el reconocimiento por el pasillo del piso superior. A escasos metros del rellano, una puerta le cerraba el paso. Accionó suavemente la manilla con la punta de los dedos. Al otro lado el suelo ya no era de madera barnizada sino de baldosas, y las paredes no estaban empapeladas, sino sencillamente encaladas. Las dependencias del servicio. También puertas y más puertas a cada lado. Doce, exactamente. Pequeños aposentos modestos, con camas funcionales, mesillas de noche y cómodas para guardar prendas y secretos. Se veían confortables. Muy confortables, teniendo en cuenta las condiciones en que a menudo malvivían los criados de las casas burguesas. Al final del pasillo, unas escaleras caían en picado hacia la oscuridad. Abajo, el comedor del servicio, con dos puertas, cerradas, formando ángulo. Quedamente, abrió una de ellas y enseguida lo atrapó el ruido de ollas y cacerolas. La cocina. Una pieza de grandes dimensiones, con un menaje magnífico. De las paredes, colgaban utensilios de esmalte y de cobre que lanzaban mil nítidos reflejos, como un eco de la luz que entraba por los anchos ventanales. Una mujer llenita faenaba con diligencia, mientras una mozuela en delantal gris pelaba patatas sentada ante una inmensa y maciza mesa de madera. Otra de mediana edad, ataviada de camarera, cofia incluida, alineaba vasos sobre una bandeja. La fábrica doméstica nunca se detiene. Ni en los momentos más delicados.
El inspector Manzaneda estaba a punto de cerrar la rendija de puerta que mantenía abierta ante su nariz cuando, por la del jardín, al otro extremo de la cocina, entró la madre de Magui. Su porte irritado indujo al detective a quedarse a escuchar. La dama deslizó a su alrededor una mirada impaciente. Las sirvientas se congelaron, los ojos clavados en el suelo, angustiadas. Era evidente que sentían por ella un gran respeto. O un gran temor. La tensión se prolongó durante unos segundos, los justos para que, también por el lado del jardín, entrara en la cocina el ama de llaves, una tal Lourdes Martinet, una muchacha extremadamente despierta y discreta a pesar de su juventud. Al ver a la dueña plantada en mitad de la estancia, se dirigió a ella con rapidez.
—¡Señora!
Cómo si se rompiera un hechizo, Louise Laforest lanzó un gemido y se dejó caer en una silla, las lágrimas rodando por sus mejillas. Las criadas recuperaron el movimiento y la rodearon, atentas, oscilando cómo autómatas de feria.
Manzaneda cerró discretamente la puerta de la cocina y se encaró a la contigua. Embargado por la compasión, la observó distraído, intentando concentrarse de nuevo en su trabajo y olvidar la melancólica escena que acaba de presenciar.
Esta segunda puerta tenía cerradura, pero la llave no estaba puesta. Daba al exterior, a una especie de patio pavimentado con baldosas rojas descoloridas de cal y de lluvia. Un rincón sombrío con los cubos de la basura mal tapados, de los que intentaban evadirse serpientes de espumillón y largas plumas de colores. Pronto les harían compañía los farolillos de papel que había visto descolgar al jardinero. Por la parte de fuera, la puerta no tenía manilla. Si estaba cerrada, no podía abrirse desde el exterior.
¿Estaba abierta, la noche de la verbena?
Del patio se alejaba un sendero, también de baldosas, que se deslizaba encajonado por unos setos de separación con los jardines delanteros y traseros de la finca. Adosada a la pared de la cocina, una caseta de herramientas con una ventana de cristales que lloraban suciedad. Cerrada con llave. Manzaneda fue siguiendo el sendero de baldosas. Quedaba bastante aislado del jardín delantero; sin duda no era el recorrido que habían seguido las camareras para llevar la cena a la mesa la noche de la verbena. Seguro que entraban y salían por la puerta de la cocina que se abría directamente al jardín principal.
Mientras avanzaba por el caminillo, lo hostigaba el olor empalagoso de los cipreses cuidadosamente recortados que creaban empalizadas a ambos lados. Cada paso era deliberadamente lento y expectante. Manzaneda era un investigador —tenía esa fama y se esforzaba por fomentarla— extremadamente metódico y extremadamente cuidadoso; e incluso extremadamente tiquismiquis.
Tras un centenar de metros, tras pasar junto a unos arcos de rosas que daban acceso a los jardines delanteros y traseros, el mosaico de baldosas se detenía bruscamente ante una cancela, no muy ancha, de lanzas de hierro verticales. A ambos lados, el muro de la finca, tapizado de hiedras. Y al otro lado de la puerta, el campo. Collserola. El inspector metió la nariz entre los barrotes. Un sendero de tierra cruzaba la maleza durante unos cuántos metros hasta una explanada donde se bifurcaban dos caminos: uno de angosto, que se alejaba hacia el bosque, y otro mucho más ancho que iba a desembocar directamente a la calle de adoquines que discurría por delante de la casa.
Hilario Manzaneda abrió la puertecilla y siguió el sendero hasta la explanada. Se agachó y examinó la tierra seca y cubierta por una telaraña de grietas de lluvia. Deslizó los dedos, largos y amarillentos de excesivos cigarrillos, por encima del polvo, como si lo acariciara. Puede que sí, que hubiera trazas de roderas... Quizás de los proveedores que iban con las camionetas a entregar los pedidos por la puerta de servicio. Aparte de estas débiles marcas, nada más. Ninguna pista. Retrocedió sobre sus pasos hasta la verja de acceso. También tenía cerradura, pero la llave no estaba echada; había podido abrirla desde el interior. En la parte exterior no había manilla y un mecanismo la cerraba automáticamente sólo con soltarla. Las puntas afiladas en lo alto de los barrotes parecían demasiado disuasivas para tratar de saltarla. Pero quizás alguien, desde el interior, previamente había colocado, como había hecho él mismo, un tope para evitar que se cerrara y poder colarse dentro al caer la noche. Examinó los alrededores. Tal vez una piedra, una rama. Nada. Él mismo había tenido que usar su pitillera metálica para mantenerla ajustada y que no acabase de cerrarse. La recuperó, permitiendo que la hoja se deslizara sola, perfectamente engrasada, hasta encajar en el marco con un suave rumor de hierro. Miró el campo abierto a través de la reja, reflexionando.
¿Fue por allí por donde desapareció Magui? El rumor de la puerta ni se hubiera oído en el jardín delantero, sumergido en el alboroto, la música, los fuegos artificiales. Quién fuera que se la hubiera llevado, conocía muy bien el lugar y las circunstancias.
Quién fuera que se la hubiera llevado...
Algunos detalles le preocupaban bastante.
—¿Han echado de menos algo? —había preguntado a los desolados familiares.
Al principio no habían echado de menos nada.
—Nicolau —había dicho entonces, de repente, la madre de la niña—. Se ha dado cuenta mi hija pequeña.
Nicolau era el conejo de trapo que solía hacer compañía a Magui a la hora de acostarse.
—¿Siempre estaba en su cama? —había preguntado Manzaneda.
—Tuvimos que ponernos serios porque Magui lo llevaba arrastrando por toda la casa, casi como si formara parte de ella misma. Y se lo metía sucio de polvo entre las sábanas —le había contado Louise con una sonrisa algo lacrimosa.
A diferencia de los meridionales, que suelen acompañar sus palabras con compulsivos movimientos de manos, Louise Laforest de Vallicourt, quizás porque era parisién, quizás porque era de familia tremendamente educada, solía subrayar sus expresiones con gestos faciales, puro espejo de lo que agitaba su alma.
—Le hicimos comprender que era el compañero de dormir. Así le llamábamos: Nicolau el dormilón...
—O sea que prácticamente no salía del dormitorio... —había insistido el inspector. Era importante. Había que descartar que la desaparición del muñeco fuera anterior a la de la pequeña.
La madre había negado vigorosamente con la cabeza.
—¿Algún otro objeto personal?
—Las zapatillas —había añadido entonces el padre—. También faltan las zapatillas.
—De color rosa —había indicado Louise, con un hipido de emoción—; de felpa, con una mariposa de tela en el empeine...
El inspector Hilario Manzaneda lo había anotado en su bloc con pulso dudoso y cavilaciones inquietas.
Muy inquietas.
Porque... ¿quién rapta a una niña, se la lleva en brazos y se entretiene en calzarle zapatillas y hacerse acompañar por un conejo de trapo?
El inspector Manzaneda suspiró por debajo del bien recortado bigote, mientras echaba un vistazo, uno más, a la fotografía que tenía en las manos.
Marguerite Viladalba i Laforest. Magui.
Cuidadosamente, casi como si temiera dejar la impronta de sus suelas en el pavimento de espejo, se acercó a la ventana cerrada y la entreabrió.
Abajo, el jardín delantero de la casa, césped, parterres de flores de colores vivos, matorrales y árboles de hojas frescas y nuevas mandaban un mensaje de opulencia un tanto vanidoso. De rama a rama de árbol todavía colgaban cordeles con banderines y farolillos de colores. Un hombre de piel cetrina y aspecto áspero, encaramado a una larga escalera, los iba descolgando. Los despojos de la verbena de San Juan caían sobre el césped, vencidos por la caducidad. Apoyados en la pared del garaje, esperaban caballetes y largos tableros de madera y sillas de jardín resignados a volver a sus escondrijos. El inspector se apartó de la ventana: por allí no había sido. Imposible. Toda la gente que asistía a la fiesta lo habría visto, si alguien se hubiera descolgado hasta el jardín con una niña en brazos.
Después de observarla con atención, se acercó a la otra ventana, la que ya estaba abierta, con las persianas mallorquinas de par en par y las cortinas corridas hacia el centro aleteando con suavidad.
Se asomó. Desde allí no se veía el jardín delantero, la ventana miraba hacia un lateral de la casa, sobre un parterre que estallaba con el rosa intenso de las hortensias. Por allí habría sido más fácil huir, porque en mitad del parterre se elevaba una pequeña caja de obra, disfrazando una cisterna de aguas pluviales, que reducía aproximadamente un metro la distancia de suelo a ventana. Aun así, parecía difícil superar la altura sin una escalera; saltar quizás sí, pero encaramarse... A menos que quién fuera que se hubiera llevado a la niña hubiera entrado por otro lado y se hubiera marchado por allí. La madre de Magui, Louise Laforest, había insistido mucho en que la ventana debería haber estado cerrada.
—Fue lo primero que vi, después de descubrir la desaparición: la fenêtre abierta.
—Tal vez durante la noche la niña sintió calor y la abrió —propuso el inspector.
Tendría que buscar huellas digitales en ella, aunque no albergaba demasiadas esperanzas.
Examinó las persianas; no se podían abrir desde fuera, sólo desde el interior: un pestillo las trababa. Parecía muy improbable que alguien hubiera entrado por allí. Además, habría tenido que hacer lo que él mismo estaba haciendo ahora: sortear la gran cuna donde dormía la otra niña, Elsa, de cuatro años. Lo que tenía de singular la situación era: ¿por qué la cuna de la hermanita de Magui estaba adosada a una ventana, de manera tan poco práctica, si en la habitación había espacio de sobra para tres camas de matrimonio?
Hilario Manzaneda retrocedió hasta la entrada de la estancia y salió al pasillo. Un largo pasillo con puertas cerradas, la una junto a la otra. Mientras lo recorría, las fue abriendo de una en una. Dormitorios. Muy lujosos. Y un baño inmenso con una inmensa bañera de esmalte que reposaba sobre unas curiosas patas de león. Un verdadero lujo. Manzaneda se quedó admirándola un buen rato mientras evocaba los cubos y los barreños de agua hirviendo que trajinaban en casa, una vez por semana, para ponerse en remojo toda la familia. Cerró la puerta con una cierta reverencia antes de proseguir su ronda. Más dormitorios, infantiles, de matrimonio, de invitados. De repente, el pasillo se abría en el amplio rellano de donde brotaba la escalinata de mármol, grandiosa, con barandillas modernistas historiadas con relieves, que descendía majestuosa hasta el vestíbulo. Escalonados, custodiando los peldaños, enormes retratos al óleo de los familiares. Destacaba un Lorenzale, el gran retratista de la burguesía, un Fèlix Mestres e incluso un típico Casas de una dama con cintura de avispa y un vestido que se arrastraba dos palmos por el suelo. Manzaneda, que no entendía ni pizca de arte, se quedó un rato columpiándose sobre sus largas piernas en el escalón superior, observando el ancho vestíbulo y la puerta principal, ahora cerrada. Ahora. La noche de la verbena permanecía abierta para que los invitados pudieran entrar y salir, ir al baño, o recuperar sombreros y bastones al despedirse. Y el ama de llaves siempre en guardia, indicando dónde estaban los servicios, inquiriendo si necesitaban algo, ayudando a poner chaquetas... Por allí imposible también que hubiera pasado un desconocido con una niña en brazos. Además, la puerta principal se abría directamente al jardín donde se estaba celebrando la fiesta.
Los ojos y las reflexiones del inspector continuaron el reconocimiento por el pasillo del piso superior. A escasos metros del rellano, una puerta le cerraba el paso. Accionó suavemente la manilla con la punta de los dedos. Al otro lado el suelo ya no era de madera barnizada sino de baldosas, y las paredes no estaban empapeladas, sino sencillamente encaladas. Las dependencias del servicio. También puertas y más puertas a cada lado. Doce, exactamente. Pequeños aposentos modestos, con camas funcionales, mesillas de noche y cómodas para guardar prendas y secretos. Se veían confortables. Muy confortables, teniendo en cuenta las condiciones en que a menudo malvivían los criados de las casas burguesas. Al final del pasillo, unas escaleras caían en picado hacia la oscuridad. Abajo, el comedor del servicio, con dos puertas, cerradas, formando ángulo. Quedamente, abrió una de ellas y enseguida lo atrapó el ruido de ollas y cacerolas. La cocina. Una pieza de grandes dimensiones, con un menaje magnífico. De las paredes, colgaban utensilios de esmalte y de cobre que lanzaban mil nítidos reflejos, como un eco de la luz que entraba por los anchos ventanales. Una mujer llenita faenaba con diligencia, mientras una mozuela en delantal gris pelaba patatas sentada ante una inmensa y maciza mesa de madera. Otra de mediana edad, ataviada de camarera, cofia incluida, alineaba vasos sobre una bandeja. La fábrica doméstica nunca se detiene. Ni en los momentos más delicados.
El inspector Manzaneda estaba a punto de cerrar la rendija de puerta que mantenía abierta ante su nariz cuando, por la del jardín, al otro extremo de la cocina, entró la madre de Magui. Su porte irritado indujo al detective a quedarse a escuchar. La dama deslizó a su alrededor una mirada impaciente. Las sirvientas se congelaron, los ojos clavados en el suelo, angustiadas. Era evidente que sentían por ella un gran respeto. O un gran temor. La tensión se prolongó durante unos segundos, los justos para que, también por el lado del jardín, entrara en la cocina el ama de llaves, una tal Lourdes Martinet, una muchacha extremadamente despierta y discreta a pesar de su juventud. Al ver a la dueña plantada en mitad de la estancia, se dirigió a ella con rapidez.
—¡Señora!
Cómo si se rompiera un hechizo, Louise Laforest lanzó un gemido y se dejó caer en una silla, las lágrimas rodando por sus mejillas. Las criadas recuperaron el movimiento y la rodearon, atentas, oscilando cómo autómatas de feria.
Manzaneda cerró discretamente la puerta de la cocina y se encaró a la contigua. Embargado por la compasión, la observó distraído, intentando concentrarse de nuevo en su trabajo y olvidar la melancólica escena que acaba de presenciar.
Esta segunda puerta tenía cerradura, pero la llave no estaba puesta. Daba al exterior, a una especie de patio pavimentado con baldosas rojas descoloridas de cal y de lluvia. Un rincón sombrío con los cubos de la basura mal tapados, de los que intentaban evadirse serpientes de espumillón y largas plumas de colores. Pronto les harían compañía los farolillos de papel que había visto descolgar al jardinero. Por la parte de fuera, la puerta no tenía manilla. Si estaba cerrada, no podía abrirse desde el exterior.
¿Estaba abierta, la noche de la verbena?
Del patio se alejaba un sendero, también de baldosas, que se deslizaba encajonado por unos setos de separación con los jardines delanteros y traseros de la finca. Adosada a la pared de la cocina, una caseta de herramientas con una ventana de cristales que lloraban suciedad. Cerrada con llave. Manzaneda fue siguiendo el sendero de baldosas. Quedaba bastante aislado del jardín delantero; sin duda no era el recorrido que habían seguido las camareras para llevar la cena a la mesa la noche de la verbena. Seguro que entraban y salían por la puerta de la cocina que se abría directamente al jardín principal.
Mientras avanzaba por el caminillo, lo hostigaba el olor empalagoso de los cipreses cuidadosamente recortados que creaban empalizadas a ambos lados. Cada paso era deliberadamente lento y expectante. Manzaneda era un investigador —tenía esa fama y se esforzaba por fomentarla— extremadamente metódico y extremadamente cuidadoso; e incluso extremadamente tiquismiquis.
Tras un centenar de metros, tras pasar junto a unos arcos de rosas que daban acceso a los jardines delanteros y traseros, el mosaico de baldosas se detenía bruscamente ante una cancela, no muy ancha, de lanzas de hierro verticales. A ambos lados, el muro de la finca, tapizado de hiedras. Y al otro lado de la puerta, el campo. Collserola. El inspector metió la nariz entre los barrotes. Un sendero de tierra cruzaba la maleza durante unos cuántos metros hasta una explanada donde se bifurcaban dos caminos: uno de angosto, que se alejaba hacia el bosque, y otro mucho más ancho que iba a desembocar directamente a la calle de adoquines que discurría por delante de la casa.
Hilario Manzaneda abrió la puertecilla y siguió el sendero hasta la explanada. Se agachó y examinó la tierra seca y cubierta por una telaraña de grietas de lluvia. Deslizó los dedos, largos y amarillentos de excesivos cigarrillos, por encima del polvo, como si lo acariciara. Puede que sí, que hubiera trazas de roderas... Quizás de los proveedores que iban con las camionetas a entregar los pedidos por la puerta de servicio. Aparte de estas débiles marcas, nada más. Ninguna pista. Retrocedió sobre sus pasos hasta la verja de acceso. También tenía cerradura, pero la llave no estaba echada; había podido abrirla desde el interior. En la parte exterior no había manilla y un mecanismo la cerraba automáticamente sólo con soltarla. Las puntas afiladas en lo alto de los barrotes parecían demasiado disuasivas para tratar de saltarla. Pero quizás alguien, desde el interior, previamente había colocado, como había hecho él mismo, un tope para evitar que se cerrara y poder colarse dentro al caer la noche. Examinó los alrededores. Tal vez una piedra, una rama. Nada. Él mismo había tenido que usar su pitillera metálica para mantenerla ajustada y que no acabase de cerrarse. La recuperó, permitiendo que la hoja se deslizara sola, perfectamente engrasada, hasta encajar en el marco con un suave rumor de hierro. Miró el campo abierto a través de la reja, reflexionando.
¿Fue por allí por donde desapareció Magui? El rumor de la puerta ni se hubiera oído en el jardín delantero, sumergido en el alboroto, la música, los fuegos artificiales. Quién fuera que se la hubiera llevado, conocía muy bien el lugar y las circunstancias.
Quién fuera que se la hubiera llevado...
Algunos detalles le preocupaban bastante.
—¿Han echado de menos algo? —había preguntado a los desolados familiares.
Al principio no habían echado de menos nada.
—Nicolau —había dicho entonces, de repente, la madre de la niña—. Se ha dado cuenta mi hija pequeña.
Nicolau era el conejo de trapo que solía hacer compañía a Magui a la hora de acostarse.
—¿Siempre estaba en su cama? —había preguntado Manzaneda.
—Tuvimos que ponernos serios porque Magui lo llevaba arrastrando por toda la casa, casi como si formara parte de ella misma. Y se lo metía sucio de polvo entre las sábanas —le había contado Louise con una sonrisa algo lacrimosa.
A diferencia de los meridionales, que suelen acompañar sus palabras con compulsivos movimientos de manos, Louise Laforest de Vallicourt, quizás porque era parisién, quizás porque era de familia tremendamente educada, solía subrayar sus expresiones con gestos faciales, puro espejo de lo que agitaba su alma.
—Le hicimos comprender que era el compañero de dormir. Así le llamábamos: Nicolau el dormilón...
—O sea que prácticamente no salía del dormitorio... —había insistido el inspector. Era importante. Había que descartar que la desaparición del muñeco fuera anterior a la de la pequeña.
La madre había negado vigorosamente con la cabeza.
—¿Algún otro objeto personal?
—Las zapatillas —había añadido entonces el padre—. También faltan las zapatillas.
—De color rosa —había indicado Louise, con un hipido de emoción—; de felpa, con una mariposa de tela en el empeine...
El inspector Hilario Manzaneda lo había anotado en su bloc con pulso dudoso y cavilaciones inquietas.
Muy inquietas.
Porque... ¿quién rapta a una niña, se la lleva en brazos y se entretiene en calzarle zapatillas y hacerse acompañar por un conejo de trapo?